viernes, 29 de septiembre de 2017

El Parterre de los duelistas



Permitidme que les evoque, en pleno siglo XXI, un tiempo pasado, un tiempo donde los hombres batíanse en duelo para reparar su honor, o el de su amada. Y, permitidme también, trataros de vos, pues la ocasión lo merece.

Imaginad un jardín, al gusto de principios del siglo XIX, con frondosos e imponentes cipreses en sus laterales, delicados lirios y violetas y madreselvas que trepan incansables los muros que cierran el lugar. Y, salpicando todo el conjunto, unos parterres con flores y arbusto de todas formas y colores. Y ahora, si prestáis atención, seréis de testigos de un acontecimiento extraordinario. Seremos testigos mudos e invisibles de lo que en unos instantes tendrá lugar. Os ruego no hagáis ruido, pues no queremos alterar la quietud que rodea a este lugar.

Un hombre, de pie en el centro del jardín, aguarda con aire solemne, sin moverse, como si una fuerza lo retuviese, impidiéndole hacer ningún movimiento. Una fría quietud, envuelta en una fina niebla, lo inunda todo. La suave brisa que acompaña al alba mece los cipreses que circundan el lugar. El rumor que produce el movimiento de las hojas es el único sonido que se oye. El hombre escudriña el horizonte en busca de alguna figura reconocible. Nadie viene.

Pasado un rato, entre la niebla y por entre los árboles que guardan la entrada, una figura empieza a perfilarse. Avanza con paso lento y firme por el camino principal cubierto por un manto de hojas secas, flanqueados por altos y frondosos cipreses, que conduce hasta donde se haya, como recordaréis, nuestro hombre petrificado.

La figura sostiene en su mano derecha un pequeño colgante dorado. Lo mira con atención mientras sigue caminando hacia su oponente. Alza la vista y ambos cruzan las miradas por unos momentos que parecen interminables, hasta que la negra figura guarda el colgante en su casaca.

Conforme se adentra en la niebla, la figura va adquiriendo los rasgos de un hombre, hasta situarse a unos pocos metros de su oponente. Si hubiese alguien oculto entre los árboles cercanos, y con las perspectiva más amplia de un observador externo, vería dos siluetas negras, altas, delgadas, en mitad de un amplio jardín y envueltos por una niebla que, si no fuese porque somos hombres cabales, diríamos que lo que ven sus ojos son dos espectros que han aparecido allí de improviso y, del mismo modo en que han venido, se desvanecerán sin dejar rastro.

Ambos hombres clavan sus pupilas el uno en el otro, sin mediar palabra. No es necesario. Saben muy bien a lo que han venido. No hay testigos ni padrinos. Sólo dos hombres impasibles el uno frente al otro, pero en su interior la sangre que bombea cada uno de sus corazones está apunto de abrasar las venas que recorren sus cuerpos.

El aire es cortado por el sonido de las espadas al salir de sus vainas. Los dos hombres se tantean, acercándose cautamente el uno al otro, con la espada en guardia y las miradas fijas. De pronto el sonido de las hojas pisoteadas se hace sorprendentemente presente, como si no existiera en el mundo más sonido que ese y, en una confabulación de los elementos, la brisa que soplaba leve, queda, arremete de pronto con una fuerza súbita esparciendo las hojas alrededor de los duelistas. Es como si el mundo también quisiese participar de la furia del combate.

Las espadas de ambos se cruzan varias veces horizontalmente mientras los dos hombres no dejan de estudiarse el uno al otro. El primero en atacar es la figura que esperaba, como una estatua humana. Una rápida y directa estocada de frente, con el sable totalmente horizontal, estirada por completo la pierna izquierda, la diestra soportando todo el peso y la fuerza de la embestida, sorprende de lleno a su enemigo que lo rechaza a duras penas. Éste retrocede unos pasos hasta el borde del círculo central.

El ofensor apenas puede mantener el equilibrio. Sus piernas le fallan, cual muelles que han perdido su firmeza, y cae al suelo herido de muerte. Una profunda y limpia estocada ha agujerado las ropas del hombre, y una sangre espesa y roja como el atardecer brota profusamente de ellas. El ofendido saca un pañuelo y limpia su sable, con un rápido movimiento, que denota su experiencia en estos lances infinidad de veces. No hay reacción en él, como si su único propósito en la vida fuera acabar con la vida de su adversario. Mira al moribundo y encamina sus pasos hacia él.

Se agacha a su lado y, mientras le mira con visceral intensidad, rebusca por su chaqueta y camisa, hasta que encuentra el colgante. Se lo quita con fuerza y percibe la mirada del hombre al que acaba de arrancar la vida. Una mirada gélida, llena de odio y resignación, que hace que en su enemigo aparezca fugazmente un mohín de turbación. Aparta la mirada rápidamente y se levanta. Contempla al hombre que yace a sus pies mientras a éste se le escapa la vida, como agua que se derrama por el borde de un vaso.

El vencedor se aleja despacio, contemplando el colgante con reverencia. como si fuese la puerta a un mundo que le resulta familiar, un mundo que ya no existe. La niebla poco a poco va envolviendo su cuerpo, difuminándolo, mimetizándolo con ella, hasta que desaparece por completo. Una ligera lluvia comienza a bañar el lugar.

De rodillas en la hierba, inerte, como una marioneta que ya no tiene hilos que la dirijan, el cadáver del hombre parece, de nuevo, una figura negra, voluble, como de ensueño, al que la lluvia cala sin que a nadie le importe. Ni a los árboles, ni a las hojas, ni a la brisa que vuelve a soplar queda, barriendo la escena de nuestros ojos.

Y ahora, damas y caballeros, si me acompañan nos iremos tan sigilosos como hemos venido. Cuidado con el resbaladizo suelo, no queremos que ninguna dama salga dañada.

Una escena similar a esta podría haber ocurrido en cualquier rincón de Madrid, durante los siglos XVIII y XIX. Y como homenaje a ese rito entre caballeros, eco de un pasado lejano y borroso, el Duque de Osuna mando la construcción de un espacio, llamado el Parterre de los Duelistas, que homenajeara tan noble arte. Este parterre se encuentra en el Parque de El Capricho, situado en la Alameda de Osuna, muy cerca del Aeropuerto de Barajas. Para ir hasta él es posible hacerlo en metro (estación El Capricho, en la Línea 5).

Este inmenso espacio verde de 14 hectáreas es el único jardín del romanticismo que se conserva en Madrid. Una enorme finca de recreo que compraron los Duques de Osuna en el Siglo XVIII para dar rienda suelta a su imaginación, llenándolo de ‘caprichos’ y lugares fantásticos como: la Casa de la Vieja, el Templo de Baco, el Laberinto o el Palacio.

El Parterre de los Duelistas, también llamado Plaza de los Cipreses, es una composición de Marín López Aguado. En ella vemos dos columnas de mármol sobre las que se ubican dos bustos, uno femenino y otro masculino, que simbolizan a dos personas que se dan la espalda en el momento de batirse en duelo. Las columnas se encuentran separadas por 40 pasos, la distancia reglamentaria que se utilizaba para este trágico desenlace. Casi con toda seguridad, la figura masculina, que porta un casco alado, corresponde al héroe griego Perseo, mientras que la figura femenina, exhibe algunos atributos característicos de la diosa Atenea.

La tradición cuenta que esas dos imponentes columnas simboliza un duelo real y que enfrentó a dos importantes aristócratas de finales del siglo XIX, como fueron Don Antonio de Orleans, Duque de Montpensier, hijo del rey Luis Felipe de Francia, y a Enrique de Borbón, primo y cuñado de la Reina Isabel II.

Si vais por allí, no dejéis de evocar la historia que os he narrado, pues quizá paso allí mismo, un duelo que acabó con la vida de un hombre.


lunes, 25 de septiembre de 2017

El secreto literario de la Calle San Eugenio



Lo que me gusta de Madrid es que, en cualquiera de sus calles, por muy inocentes que parezcan, es posible encontrar como mínimo un secreto que te hará verla de otra manera. Es lo que sucede con la casi imperceptible vía de San Eugenio, la cual por su nombre pocos seréis capaces de ubicar. Si os aporto algo de información, diciendo que hace de unión entre Atocha y Santa Isabel y que vive muy cerquita de la estación de Metro de Antón Martín, a alguno puede que se le vayan aclarando las ideas.

Tímida y de aspecto frágil su aportación a la historia la encontramos en una placa junto al portal número 7 de esta callecita de Madrid. Allí se nos informa que hace siglos se ubicó el taller desde el cuál salió al mundo la segunda parte de El Quijote. Un fabuloso aporte al mundo de la literatura en el que recaen muy pocas miradas al cabo del día.

Es más conocido por la mayoría que la primera parte de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha vio la luz en la calle Atocha, en la imprenta de Juan de la Cuesta, en 1605. Lo que pasa es que el negocio cambió de sede y se trasladó, en 1609, a esta próxima Calle de San Eugenio. Cuando llegó el momento de publicar la segunda y definitiva parte de esta obra cumbre, Cervantes quiso ser fiel a su editor y por eso, a pesar del cambio de dirección, siguió trabajando con él. Gracias a esta decisión, en 1615 esta modesta Calle de San Eugenio aportaba su granito de arena a la historia, acogiendo el nacimiento de la segunda parte de El Quijote.



viernes, 22 de septiembre de 2017

La Madona de Madrid



La Madona de Madrid es una de las tallas marianas más bellas y, al mismo tiempo, más desconocidas de la ciudad, a pesar de su enorme relevancia histórica y artística.

Estamos ante una de las escasas muestras de escultura medieval que tenemos en la capital y, sin embargo, no puede ser visitada, al estar ubicada en la zona de clausura del nuevo Convento de Santo Domingo, en el número 112 de la Calle de Claudio Coello.

La Madona de Madrid se veneraba en el desaparecido Convento de Santo Domingo el Real, el primero de nuestro país regentado por una congregación femenina, según figura en algunas fuentes. Fue construido en 1218, en el solar sobre el que actualmente se extiende la Plaza de Santo Domingo.

La tradición sostiene que la imagen llegó a esta institución en 1228, año en el que Fernando III el Santo (1199-1252) tomó a las monjas bajo su protección y les hizo entrega de los terrenos de la llamada Huerta de la Reina.

No obstante, la hipótesis más aceptada es que, dadas sus características formales, la estatua sea de mediados del siglo XIV. Pero de lo que no cabe ninguna duda es que fue donada por algún miembro de la realeza, como así se desprende de las armas labradas en su base, alusivas a la Corona de Castilla y León.

Es posible que fuese una donación de Pedro I el Cruel (1334-1369) o tal vez de su nieta, Constanza de Castilla y Eril, que fue abadesa del convento durante buena parte del siglo XV. A ella se debió el traslado de los restos mortales de su abuelo, el rey, desde su primer enterramiento en Puebla de Alcocer (Badajoz) hasta Santo Domingo el Real.

En 1869 se ordenó la demolición del monasterio, lo que supuso la desaparición de casi todos los tesoros artísticos y documentos históricos que se custodiaban en sus dependencias. Una pérdida de incalculable valor, que los madrileños no hemos lamentado lo suficiente.

Las monjas fueron acogidas en el Convento de Santa Catalina de Siena, en la Calle de Mesón de Paredes. Aquí permanecieron hasta 1882, año en el que se trasladaron al actual edificio de la Calle de Claudio Coello, cuya construcción dio comienzo en 1879, a partir de un proyecto del arquitecto Vicente Carrasco.

Además de la talla que nos ocupa, las religiosas se llevaron consigo la pila bautismal donde, según la tradición católica, fue cristianado Santo Domingo de Guzmán (1170-1221). Desde tiempos de Felipe III (1578-1621), es utilizada por la Familia Real española para bautizar a sus descendientes.

Otra de las obras rescatadas fue el sepulcro tardomedieval de Pedro I el Cruel, que se exhibe en el Museo Arqueológico Nacional, en la madrileña Calle de Serrano.

La Madona de Madrid sólo ha salido de su actual emplazamiento en muy contadas ocasiones, con motivo de la celebración de algún acto religioso, caso de la procesión que tuvo lugar el 8 de diciembre de 1929, o de una alguna que otra exposición, como la organizada en 1986 para conmemorar el centenario de la Diócesis de Madrid-Alcalá.

En pleno Siglo de Oro, el clérigo Jerónimo de Quintana, considerado por muchos como el primer cronista de la Villa de Madrid, dijo de la imagen que era "grande, de bulto". Quizá fue una calificación excesivamente generosa, ya que la talla mide aproximadamente 100 centímetros de alto, 45 centímetros de ancho y 20 centímetros de fondo.

Santa María aparece sentada en un trono bajo, con una expresión entre serena y alegre. Con el brazo derecho agarra una rosa, mientras que, con el izquierdo, toma a su hijo, mostrándolo al mundo. En plena consonancia con las pautas románicas, se ha rebajado la carga maternal, para enfatizar la majestad del recién nacido.

La escultura utiliza el modelo sedente característico del románico, si bien la riqueza de matices conseguida en los rostros de la Virgen y el Niño, así como la sensación de movimiento que transmite el manto materno, revelan que estamos ante una fase muy tardía del citado estilo.

El Niño Jesús se encuentra también sentado, apoyado sobre una de las piernas de la Virgen. Con una de sus manos, imparte la bendición y, con la otra, sostiene un pequeño libro. Le envuelve parcialmente el gran manto de la madre, con la que ésta se cubre desde el cuello hasta los pies del sitial.

La escultura está hecha en madera policromada, con el rojo, el negro y el oro como colores dominantes. En su parte inferior, se alternan representaciones de castillos y leones heráldicos, que informan de su procedencia real.

lunes, 18 de septiembre de 2017

Venganza sangrienta en la Calle de la Magdalena



Por la Calle de la Magdalena pasea una de las venganzas más sangrientas y salvajes que se tramaron en los mentideros de la Villa y Corte. Un episodio no muy conocido que nos encamina hacia esta recta callejuela que une dos de las plazas más populares del centro de Madrid, Tirso de Molina y Antón Martín. A medio camino entre ambas, nos topamos con el Palacio del Marqués de Perales. Sus muros fueron testigos de un asesinato tan atroz como injusto.

Esta robusta construcción es obra de Pedro de Ribera. Un inmueble levantado, en 1732, a petición de un matrimonio de nobles, el Conde de Villanueva de Perales de Milla y la Marquesa de Perales del Río. Una bien ejecutada residencia de aromas barrocos y tono rosa cuya gran virtud es su elaborada portada de piedra con un balcón sobre la misma. Este palacio fue uno de los más destacados de la capital y tuvo una vida a la altura de su categoría hasta que, en 1808, su tranquila existencia se quebró.

Estamos en el inicio de la Guerra de la Independencia y los ánimos en la capital son de una crispación y odio absoluto en contra de todo lo que esté relacionado con Francia. Circunstancia que aprovechó una joven para ejecutar su concienzuda venganza. Esta chica era amante de José Miguel Fernández de Pinedo, tercer Marqués de Perales y responsable de una fábrica de cartuchos. Dolida y rota por el abandono que había sufrido por parte del aristócrata, optó por expandir un rumor que pusiese en juego la reputación, e integridad, de este hombre. Acusó al marqués de afrancesado diciendo que, los proyectiles que producían en su fábrica, y que a la postre serían usados contra las tropas francesas, estaban cargados de arena y no de pólvora, lo que inutilizaba su devastador efecto.

El caso es que la gente, al conocer este hecho, no se lo pensó y acudió en masa hasta su residencia en la Calle Magdalena para darle caza. Una caza que terminó en un brutal linchamiento popular y, después de muerto, arrastraron el cadáver del marques por las calles de Madrid. Un esperpéntico espectáculo con el que nos hacemos a la idea del violento clima que se respiraban en la Villa por aquellos días.

Desde el año 2002, el Palacio de Perales es sede de la Filmóteca Nacional, paradójico pues en su interior se vivió un episodio que podría haber protagonizado cualquier película de terror de las muchas que se han rodado, a lo largo de la historia. Sin duda, un capítulo éste, poco conocido de nuestro Madrid.

martes, 12 de septiembre de 2017

Goyito, el fantasma de telefónica



Detrás de este gracioso nombre se encuentra un fantasma que vive en plena Gran Vía, más concretamente en el número 28, es decir, en el majestuoso Edificio Telefónica. No son pocos los empleados de la compañía que aseguran haber visto a Goyito vagando entre las plantas 9 y 13 de este emblemático edificio. Sin duda, un ser del más allá bastante privilegiado.

El edificio de Telefónica fue conocido en su día como “El rascacielos de Fuencarral" Ahí donde lo veis fue el más alto de España. Fue la sede de la Compañía Telefónica Nacional de España. Pero lo que nos trae aquí no es ni su construcción ni su altura. Es su fantasma. El fantasma Goyito.

Goyito es el fantasma de un niño que muchos empleados del edificio dicen haber visto a lo largo de los años. Por alguna razón se aparece por las plantas 9 y 13. O las otras plantas no le gustan o es que no tienen máquinas de bollos.

Pero hay un suceso luctuoso de este edificio que va más allá del pobre Goyito. En 1934 una empleada quiso comprobar si la ley de la gravedad funcionaba igual en Madrid que en su Bilbao natal.