El monarca adoquinó las calles y creó una red de alumbrado, alcantarillado y recogida de basuras. La Cibeles, Neptuno, la Puerta de Alcalá, el Botánico se levantaron gracias a él.
Cuando Carlos III llegó a Madrid, a mediados del siglo XVIII, se topó con una ciudad de aspecto miserable. La limpieza pública era tan escasa que el propio Fernán Núñez, el biógrafo del Rey, no dudó en calificar a la capital de «pocilga». Barro, basura y excrementos componían una lamentable y maloliente imagen de la cabeza del Estado.
Ante esta situación, la necesidad de emprender una reforma profunda era evidente e imperiosa. Por eso, Carlos III se propuso encabezar una transformación de la villa y Corte. Para llevarla a cabo contó con el asesoramiento de su «mano derecha», Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, que junto al marqués de la Ensenada, inició cambios encaminados a la modernización del país.
Así, en Madrid se inició un ambicioso plan de ensanche en el que se proyectaron grandes avenidas, plazas con monumentos como Cibeles y Neptuno; se construyó el Jardín Botánico, el Hospital San Carlos (sobre el que hoy se levanta el Museo Reina Sofía) y el edificio del Museo del Prado (que iba a ser destinado al museo de Historia Militar) o el palacio del Buen Retiro. También se intervino para establecer un servicio de alumbrado público y de recogida de basuras, se adoquinaron las calzadas y se excavó una red de alcantarillado para recoger el agua de la lluvia.
La principal labor constructora de Carlos III en Madrid perseguía un afán propagandístico. Todos los edificios se levantaron en puntos clave de la capital. Además, se engalanaron las principales puertas de entrada a la ciudad. La más célebre es la Puerta de Alcalá, aunque también le acompañan otras como la Puerta de Toledo o la desaparecida de San Vicente. Era la mejor carta de presentación para los visitantes de la ciudad.
«Mis vasallos son como los niños: lloran cuando se les lava…»
Aunque la intención del monarca era poner Madrid a la altura del resto de capitales europeas, la nobleza española vio las reformas como imposiciones del que consideraban un «Rey extranjero». Carlos III fue el hijo del primero de la dinastía Borbón que gobierna en España, Felipe V, y de Isabel de Farnesio. Accedió al trono tras la muerte de su hermanastro, Fernando VI. Llegó a la Península con experiencia política a sus espaldas, ya que antes había reinado en Nápoles.
Las reformas de Esquilache caldearon tanto el ambiente entre los nobles que tras el famoso motín, que se bautizó con su apellido, tuvo que abandonó definitivamente España en abril de 1766. En el puerto de Cartagena partió con rumbo a Nápoles. Y ese día dejó escrito: «Yo he limpiado Madrid, le he empedrado, he hecho paseos y otras obras… que merecería que me hiciesen una estatua, y en lugar de esto me ha tratado tan indignamente».
Esta resistencia tan incomprensible para Carlos III le hizo declarar que los españoles eran «un pueblo anclado en infantiles torpezas». «Mis vasallos son como los niños: lloran cuando se les lava…». De esta manera se justificaba el principio rector de su reinado: «gobernar para el pueblo pero sin el pueblo». Dicho de otro modo, los españoles de la época daban tantas muestras de inmadurez que al Rey le parecía imposible concebir otra forma de gobierno que no fuera la del Despotismo Ilustrado.
Introdujo la colonia y la lotería
Agua de Colonia. Entre las mujeres de la aristocracia de la época se puso de moda el «Eau de Cologne», creada a principios del siglo XVIII por el italiano Giovanni María Farina (1685-1766). Esta fragancia al ser más suave que el perfume francés se hizo muy demandado por la élite femenina española. Su nombre proviene de la ciudad alemana (Köln) donde fue patentada.
Lotería nacional. La lotería llegó a España de la mano de Carlos III, que la importó de Nápoles donde ya era una tradición de largo recorrido. Aquel sorteo era muy similar al actual. La primera edición se celebró el 10 de diciembre de 1763.
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