Permitidme que les evoque, en pleno siglo XXI, un tiempo pasado, un tiempo donde los hombres batíanse en duelo para reparar su honor, o el de su amada. Y, permitidme también, trataros de vos, pues la ocasión lo merece.
Imaginad un jardín, al gusto de principios del siglo XIX, con frondosos e imponentes cipreses en sus laterales, delicados lirios y violetas y madreselvas que trepan incansables los muros que cierran el lugar. Y, salpicando todo el conjunto, unos parterres con flores y arbusto de todas formas y colores. Y ahora, si prestáis atención, seréis de testigos de un acontecimiento extraordinario. Seremos testigos mudos e invisibles de lo que en unos instantes tendrá lugar. Os ruego no hagáis ruido, pues no queremos alterar la quietud que rodea a este lugar.
Un hombre, de pie en el centro del jardín, aguarda con aire solemne, sin moverse, como si una fuerza lo retuviese, impidiéndole hacer ningún movimiento. Una fría quietud, envuelta en una fina niebla, lo inunda todo. La suave brisa que acompaña al alba mece los cipreses que circundan el lugar. El rumor que produce el movimiento de las hojas es el único sonido que se oye. El hombre escudriña el horizonte en busca de alguna figura reconocible. Nadie viene.
Pasado un rato, entre la niebla y por entre los árboles que guardan la entrada, una figura empieza a perfilarse. Avanza con paso lento y firme por el camino principal cubierto por un manto de hojas secas, flanqueados por altos y frondosos cipreses, que conduce hasta donde se haya, como recordaréis, nuestro hombre petrificado.
La figura sostiene en su mano derecha un pequeño colgante dorado. Lo mira con atención mientras sigue caminando hacia su oponente. Alza la vista y ambos cruzan las miradas por unos momentos que parecen interminables, hasta que la negra figura guarda el colgante en su casaca.
Conforme se adentra en la niebla, la figura va adquiriendo los rasgos de un hombre, hasta situarse a unos pocos metros de su oponente. Si hubiese alguien oculto entre los árboles cercanos, y con las perspectiva más amplia de un observador externo, vería dos siluetas negras, altas, delgadas, en mitad de un amplio jardín y envueltos por una niebla que, si no fuese porque somos hombres cabales, diríamos que lo que ven sus ojos son dos espectros que han aparecido allí de improviso y, del mismo modo en que han venido, se desvanecerán sin dejar rastro.
Ambos hombres clavan sus pupilas el uno en el otro, sin mediar palabra. No es necesario. Saben muy bien a lo que han venido. No hay testigos ni padrinos. Sólo dos hombres impasibles el uno frente al otro, pero en su interior la sangre que bombea cada uno de sus corazones está apunto de abrasar las venas que recorren sus cuerpos.
El aire es cortado por el sonido de las espadas al salir de sus vainas. Los dos hombres se tantean, acercándose cautamente el uno al otro, con la espada en guardia y las miradas fijas. De pronto el sonido de las hojas pisoteadas se hace sorprendentemente presente, como si no existiera en el mundo más sonido que ese y, en una confabulación de los elementos, la brisa que soplaba leve, queda, arremete de pronto con una fuerza súbita esparciendo las hojas alrededor de los duelistas. Es como si el mundo también quisiese participar de la furia del combate.
Las espadas de ambos se cruzan varias veces horizontalmente mientras los dos hombres no dejan de estudiarse el uno al otro. El primero en atacar es la figura que esperaba, como una estatua humana. Una rápida y directa estocada de frente, con el sable totalmente horizontal, estirada por completo la pierna izquierda, la diestra soportando todo el peso y la fuerza de la embestida, sorprende de lleno a su enemigo que lo rechaza a duras penas. Éste retrocede unos pasos hasta el borde del círculo central.
El ofensor apenas puede mantener el equilibrio. Sus piernas le fallan, cual muelles que han perdido su firmeza, y cae al suelo herido de muerte. Una profunda y limpia estocada ha agujerado las ropas del hombre, y una sangre espesa y roja como el atardecer brota profusamente de ellas. El ofendido saca un pañuelo y limpia su sable, con un rápido movimiento, que denota su experiencia en estos lances infinidad de veces. No hay reacción en él, como si su único propósito en la vida fuera acabar con la vida de su adversario. Mira al moribundo y encamina sus pasos hacia él.
Se agacha a su lado y, mientras le mira con visceral intensidad, rebusca por su chaqueta y camisa, hasta que encuentra el colgante. Se lo quita con fuerza y percibe la mirada del hombre al que acaba de arrancar la vida. Una mirada gélida, llena de odio y resignación, que hace que en su enemigo aparezca fugazmente un mohín de turbación. Aparta la mirada rápidamente y se levanta. Contempla al hombre que yace a sus pies mientras a éste se le escapa la vida, como agua que se derrama por el borde de un vaso.
El vencedor se aleja despacio, contemplando el colgante con reverencia. como si fuese la puerta a un mundo que le resulta familiar, un mundo que ya no existe. La niebla poco a poco va envolviendo su cuerpo, difuminándolo, mimetizándolo con ella, hasta que desaparece por completo. Una ligera lluvia comienza a bañar el lugar.
De rodillas en la hierba, inerte, como una marioneta que ya no tiene hilos que la dirijan, el cadáver del hombre parece, de nuevo, una figura negra, voluble, como de ensueño, al que la lluvia cala sin que a nadie le importe. Ni a los árboles, ni a las hojas, ni a la brisa que vuelve a soplar queda, barriendo la escena de nuestros ojos.
Y ahora, damas y caballeros, si me acompañan nos iremos tan sigilosos como hemos venido. Cuidado con el resbaladizo suelo, no queremos que ninguna dama salga dañada.
Una escena similar a esta podría haber ocurrido en cualquier rincón de Madrid, durante los siglos XVIII y XIX. Y como homenaje a ese rito entre caballeros, eco de un pasado lejano y borroso, el Duque de Osuna mando la construcción de un espacio, llamado el Parterre de los Duelistas, que homenajeara tan noble arte. Este parterre se encuentra en el Parque de El Capricho, situado en la Alameda de Osuna, muy cerca del Aeropuerto de Barajas. Para ir hasta él es posible hacerlo en metro (estación El Capricho, en la Línea 5).
Este inmenso espacio verde de 14 hectáreas es el único jardín del romanticismo que se conserva en Madrid. Una enorme finca de recreo que compraron los Duques de Osuna en el Siglo XVIII para dar rienda suelta a su imaginación, llenándolo de ‘caprichos’ y lugares fantásticos como: la Casa de la Vieja, el Templo de Baco, el Laberinto o el Palacio.
El Parterre de los Duelistas, también llamado Plaza de los Cipreses, es una composición de Marín López Aguado. En ella vemos dos columnas de mármol sobre las que se ubican dos bustos, uno femenino y otro masculino, que simbolizan a dos personas que se dan la espalda en el momento de batirse en duelo. Las columnas se encuentran separadas por 40 pasos, la distancia reglamentaria que se utilizaba para este trágico desenlace. Casi con toda seguridad, la figura masculina, que porta un casco alado, corresponde al héroe griego Perseo, mientras que la figura femenina, exhibe algunos atributos característicos de la diosa Atenea.
La tradición cuenta que esas dos imponentes columnas simboliza un duelo real y que enfrentó a dos importantes aristócratas de finales del siglo XIX, como fueron Don Antonio de Orleans, Duque de Montpensier, hijo del rey Luis Felipe de Francia, y a Enrique de Borbón, primo y cuñado de la Reina Isabel II.
Si vais por allí, no dejéis de evocar la historia que os he narrado, pues quizá paso allí mismo, un duelo que acabó con la vida de un hombre.
Otros blogs que te pueden interesar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario