Edad caduca, vana y transitoria
que con la furia que en el paso llevas
envejeciendo vas las cosas nuevas
sepultando en olvido la memoria..
Catalina de la Cerda y Mendoza (1616)
Soneto al doctor Cristóbal Pérez de Herrera
Dentro de los amplios límites del mundo de la pobreza hay sectores
que siempre preocuparon de manera preferente. En España, la asistencia
a los expósitos y a la infancia desvalida en general ha estado siempre
presente en el pensamiento de gobernantes y teóricos; desde el siglo xvi,
esta inquietud se materializó en la creación de instituciones de exclusiva
atención a los niños abandonados.
Pero había otro colectivo, tanto o más necesitado de ayuda que los
niños expuestos, al cual no se prestaba una atención específica e individualizada:
los ancianos enfermos o sin recursos que durante siglos tuvieron
acogida en centros benéficos, llamados en general «hospitales»,
donde se atendía por igual a los enfermos, peregrinos, huérfanos, viudas
y todo un conjunto de personas marginadas a las que daban comida y
techo, por unos días o por largas temporadas.
Estos establecimientos, verdaderos asilos-enfermerías, sirvieron también
de última morada a viejos sirvientes o esclavos de familias benefactoras
de la institución, y en ellos se administraba el dinero legado por los
amos o señores en concepto de pensión. Fueron el refugio de los últimos
años de muchos empleados de las propias instituciones que solicitaban
este servicio como una recompensa a sus años de trabajo, como que
sucedió repetidas veces con administradores o capellanes del Hospital
General de Madrid.
En 1460, el secretario y tesorero de Juan II y Enrique IV convirtió en
asilo unas casas de su propiedad, en la calle y plazuela de Santa Catalina
de Madrid; «para doce pobres honrados á quienes la demasiada edad
quitó la fuerza para ganar el sustento» y que fueron conocidos como «los
Donados». El apelativo les venía de su vestimenta, una saya de paño
pardo, con caperuza, similar a la de los monjes donados; con el tiempo
la calle donde estaba situado el asilo tomó el nombre de la institución.
Dice Mesonero" que en esas casas se llegaron a albergar personajes de
alcurnia, como el propio Carlos V.
Este pequeño albergue, denominado también «hospital», existió hasta
mediados del xix, aunque las condiciones de vida (que en principio fueron
similares a las de una comunidad religiosa) y la regla del fundador habían
cambiado por esas fechas.
Salvo este pequeño número de privilegiados, los ancianos desamparados
de Madrid, sin domicilio fijo, iban a parar al Hospicio del Ave María
y San Fernando (1668), que en principio se fundó para dar cobijo a pobres
sin hogar. En otros puntos de España existieron casas de recogida de
mendigos, con el apelativo de Casas de Misericordia ^ que entre sus
habituales acogían a los ancianos sin recursos. Fundado por el protomédico
de galeras de Felipe II Cristóbal Pérez de Herrera (t 1620) existió
por breve tiempo en la capital uno de esos establecimientos, el Albergue
Real (1596), en el mismo solar donde luego se levantaría el Hospital General
^. En el albergue, a diferencia de los hospicios creados por los hospitalarios
de San Juan de Dios, nunca se mezclaron individuos sanos con
enfermos porque su finalidad era la de servir de «parroquias y dormitorios»;
los acogidos debían oír misa cada mañana, aprender doctrina cristiana
«para hacerse hombres de bien y virtuosos» y vivir de las limosnas
recolectadas.
A partir del último tercio del siglo xviii, el Estado intentó canalizar los
bienes destinados tradicionalmente por la Iglesia y los particulares para
la atención a los necesitados, institucionalizando la caridad. La consideración
social del pobre ya estaba muy lejos de la óptica de la caridad
cristiana que estimaba la ayuda a los menesterosos como un medio de
salvación y los mendigos inútiles eran vistos como un estorbo, e incluso
un peligro para la seguridad de la Corona. Todos los pobres no válidos
para el trabajo, junto con pequeños delincuentes, prostitutas, y niños sin
hogar mayores de siete años, van a ser encerrados en el Hospicio que
se convertiría en una verdadera cárcel.
Los planes de beneficencia arbitrados por los monarcas ilustrados,
materializados por Carlos III, que daban asistencia y hospitalidad domiciliaria
a los pobres honrados (jornaleros en paro, sus viudas y huérfanos)
que carecieran de trabajo o que se vieran en graves dificultades económicas,
excluían de sus prestaciones a los enfermos crónicos, como lo
eran la mayoría de los ancianos, y a todos aquellos que carecieran de
domicilio. A los viejos, como a los demás necesitados, se les proporcionaba
socorro en dinero si se estimaba que su petición tenía fundamento,
sin que la circunstancia de la edad estuviera especialmente contemplada.
Pese a los intentos del Estado para centralizar la asistencia a los necesitados,
en Madrid continuaron con su labor benéfica algunas instituciones
privadas que ejercían la caridad indiscriminada, como la Junta
Parroquial de San Sebastián ^ y la Hermandad del Refugio '°, que entre
sus múltiples prestaciones incluían la de asistir a los pobres en sus domicilios,
con dinero, médico y medicinas. Naturalmente muchos de sus
protegidos serían ancianos necesitados, pero tampoco se cuidaba de forma
especial la asistencia a este colectivo.
Los trabajadores que pertenecían a gremios y cofradías profesionales
tuvieron ayudas en situaciones de enfermedad, muerte o viudedad, hasta
la extinción definitiva de tales asociaciones en 1836; las prestaciones tenían
una duración limitada y era condición indispensable la cotización del
beneficiario. Pero gran parte de la población laboral no cualificada, como
los jornaleros, no pertenecían a ningún gremio o asociación y no podía
esperar ningún socorro fijo cuando la enfermedad o la vejez les impedía
trabajar; no les quedaba más recurso que los hospitales públicos, rechazados
de forma unánime por los pobres, o el hospicio, donde permanecían
hasta la muerte.
Con el paso de los años el conjunto de la sociedad pasaría a considerar
el problema de la asistencia a los pobres como un deber social de
los poderes públicos. Por otra parte, los avances de la medicina dieron
lugar a una especialización de los hospitales, que dejaron de ser asilos
permanentes de sanos y enfermos para pasar de forma gradual a convertirse
en centros destinados a la curación, excluyendo muchos de ellos
a los enfermos crónicos y a los viejos cuya única patología fueran los
achaques propios de la edad y que necesitaban de lugares especializados,
aún inexistentes.
A partir de 1834 la capital contó con otro establecimiento de recogida
de mendigos, verdadera cárcel, de régimen similar al seguido en el Hospicio,
donde fueron a parar muchos ancianos desvalidos: el Asilo de San
Bernardino. Fue creado durante la epidemia de cólera de 1834 para apartar
de la calle a los marginados. Las autoridades sabían, por experiencia,
que los pobres eran un peligroso medio de propagación de enfermedades;
también se temía por el terror y el desorden causado por la epidemia.
movilizaran aquellas masas incontroladas en un levantamiento popular
contra la Administración. La matanza de frailes, a quienes el populacho
atribuyó la contaminación de las fuentes, ocurrida a mediados de julio,
precipitó la apertura del Asilo en condiciones muy precarias. San Bernardino
llegó a ser el mayor depósito de pobres de Madrid " y un indicativo
de la miseria general de la capital, porque estaba muy solicitado
pese a las condiciones de represión que se daban en él.
UN ESTABLECIMIENTO ORIGINAL PARA LA ASISTENCIA A LAS
ANCIANAS EN EL MADRID DEL SIGLO XVI
Siguiendo el modelo de otras cofradías y hermandades religioso-benéficas
del siglo XVI, en 1596 la Congregación del Amor de Dios y la
Santísima Virgen de los Desamparados se dedicó al socorro de un heterogéneo
colectivo de marginados que incluía a doce ancianas achacosas,
denominadas «carracas» por el vulgo. También asistían a parturientas
pobres, mendigos sin domicilio a los que daba albergue por las
noches, y niños desamparados que generalmente habían sido encontrados
vagando por las calles.
En un principio se llamó Hospital de los Desamparados y no tomó el
nombre de Colegio hasta que Felipe II destinó allí a los niños huérfanos
que, por mandato suyo, estaban desde 1592 en el Colegio de Niñas de
Santa Isabel. Con los años la fundación pasó a ser el Colegio de los
Desamparados, a donde iban a parar los chiquillos procedentes de la
Inclusa que hubiesen cumplido los siete años.
Pero la Congregación no abandonó totalmente sus otras facetas caritativas,
excepto en lo referente a los mendigos callejeros. Que sepamos
es éste el único antecedente en la capital de un centro benéfico con una
cierta dedicación a las ancianas enfermas o impedidas. Esta labor continuó
sin interrupción hasta el año 1805, fecha en la que la Junta Rectora
del Colegio —integrada por miembros de la nobleza colegiada de IVladrid—,
solicitó al Consejo de Castilla que la sala de mujeres impedidas,
y la destinada a maternidad, fueran dedicadas exclusivamente a los niños.
Alegaban que el alto costo que suponía la asistencia a las ancianas y
parturientas podía ser sufragado por los hospitales públicos General y
Pasión. Dos años antes se había fundado en Madrid el Hospital de Jesús
Nazareno, dedicado exclusivamente a las viejas achacosas, y probablemente
en su existencia se basó la decisión de cerrar la enfermería de las
«carracas».
Por Real Orden de 11 de noviembre de 1805 se terminaba con las
prestaciones a mujeres en el Colegio de los Desamparados, con la salvedad
de las «carracas» que ya estaban en la casa, a las que se atendería
hasta su fallecimiento. La guerra de la Independencia, con sus terribles
secuelas de miseria, desbarató los planes de reforma, y en los Desamparados
se continuó admitiendo a mujeres impedidas hasta 1817.
EL HOSPITAL DE JESÚS NAZARENO DE MUJERES INCURABLES
Esta fundación, nacida a principios del siglo xix, reunía todas las características
de aquellas instituciones de caridad de los siglos xvi y xvii
que en origen surgieron de la iniciativa privada y, dado su interés público,
pasaron más tarde a la tutela de la Administración.
En el año 1800, la condesa viuda de Lerena, marquesa de San Andrés,
solicitó el permiso real para fundar un hospital dedicado al cuidado de
las mujeres ancianas, impedidas o afectadas de enfermedades consideradas
incurables, como parálisis y «chochez». Conseguida la real autorización
en el año 1803, aquel piadoso establecimiento se instaló en la
calle de Conde Duque, esquina a la del Limón número 4^^. En 1815 fue
trasladado a la calle del Burro, hoy Colegiata, y en 1824 les fue cedida
por el Rey el inmueble que había albergado el Colegio de Niñas de Monterrey,
fundado por Felipe V en la casa del conde de este título, en la
calle de Amaniel número 11. En 1851 el edificio, al que Mesonero califica
de precioso hospital, sufrió un terrible incendio que destruyó diecisiete
casas.
Con los años, el Hospital de Jesús Nazareno sería conocido bajo el
más cruel de los apelativos, un nombre que implicaba la pérdida de toda
esperanza; el Hospital de Incurables.
La condesa viuda de Lerena reunió un grupo de señoras piadosas
—llamadas Damas Tutoras— y con ellas se ocupó del centro, concebido
realmente como un asilo de ancianas. Este planteamiento caritativo, aún
bajo las directrices del más puro pensamiento ilustrado, estaba en la línea
de actuación de muchas damas de alta cuna que dedicaban parte de su
tiempo y su fortuna a labores filantrópicas. Un ejemplo significativo era la
amplia labor de la Real Junta de Damas Nobles dependiente de la Real
Sociedad Económica Matritense, a cuyo cargo estaban la Inclusa, el Colegio
de la Paz y otras escuelas de formación profesional para niñas y
adultos pobres.
LAS CONDICIONES PARA LA ADMISIÓN Y VIDA EN EL HOSPITAL
En el Reglamento se especificaba que las ancianas aspirantes al
Hospital de Jesús Nazareno debían carecer de hijos que las cuidaran y
ser pobres pero «no mendigas que fueran de puerta en puerta»; en resumen,
personas necesitadas pero de una cierta calidad de vida, lo que
se conocía como pobres vergonzantes.
Sólo se admitía a mujeres incurables, tullidas o muy ancianas que no
se pudieran valer por sí mismas. No se acogía a las de males contagiosos,
calenturas, «llagas», o enfermedades que necesitaran tratamiento. Además
de las ancianas, estaba prevista la admisión de niñas tullidas que no
tuvieran padres ^^. Los hombres no tenían derecho a ser atendidos en el
establecimiento tampoco las mujeres castigadas por la Santa Inquisición,
aunque estuvieran absolutamente inútiles.
El hospital debía mantenerse exclusivamente con limosnas recogidas
personalmente por las Damas Tutoras, con una bolsa y de puerta en
puerta, convenientemente acompañadas de un lacayo. También podían
obtener fondos pidiendo a la entrada de los principales templos. Para
facilitar la tarea se repartían entre todas ellas la visita a los diferentes
barrios de Madrid. Todos los domingos se reunía la Junta de Tutores con
su presidenta, para tomar decisiones sobre la Casa. El modelo era el de
una gestión directa y personal, tanto en la forma de recaudación de fondos
como en la proximidad a las ancianas asiladas y sus problemas; dos
circunstancias que fueron la clave del éxito de muchas cofradías y asociaciones
religioso benéficas del Siglo de Oro.
El sistema de financiación, basado exclusivamente en las limosnas, no
debió ser suficiente para mantener el hospital y cuando en 1812, en plena
ocupación francesa, ocurrió la terrible crisis de subsistencia, tuvo que
cerrar durante tres años por absoluta falta de fondos '*'. A partir de 1815
el hospital reanudó su labor con ayuda de subvenciones reales, ampliando
su asistencia a seis enfermas más.
En 1821 el hospital contaba como único ingreso fijo con 24.020 reales
de subvención sobre arbitrios piadosos, procedentes de los derechos de
puertas cedidos por Carlos IV a beneficencia, y rentas eclesiásticas (indulto
cuadragesimal, bula de cruzada y otros), pero hacía un año que no
se cobraban. También tenían medicinas gratuitas de la Botica Real, por
valor de 1.040 reales.
Las rentas eventuales eran las limosnas recogidas por las señoras y
los distintos donativos particulares. No tenían ningún capital en efectivo,
pero sí ocho vales reales y algunas alhajas de poco valor: dos copones
de plata y un cáliz. El gasto total de la casa era de 65.440 reales al año.
EL PERSONAL ASISTENTE
En principio el hospital debía ser dirigido por un sacerdote, que hacía
los oficios de rector, cuyas obligaciones eran las de celebrar misa todos
los días en la enfermería, administrar los sacramentos a las ancianas y
explicarles los fundamentos de la doctrina cristiana. Otro de sus cometidos
era el rezo diario del rosario con las asiladas.
En origen estuvo prevista la fundación de una congregación de treinta
religiosas de clausura —Hermanas de Jesús— que tendrían su noviciado
en el mismo hospital, con la misión de cuidar a las ancianas, repartiéndose
las labores domésticas y asistencíales. Sólo serían admitidas mujeres solteras,
limpias, de buenos informes y conocida virtud. Como dote debían
entregar a su entrada 200 ducados que se invertirían en equipo: hábito,
túnicas, ropa de cama, etc. Si recibían alguna herencia o mayorazgo, la
legarían íntegra a la institución. Profesarían después de un año de noviciado, durante el cual recibirían enseñanzas de latín, seguramente con la
intención de que ayudaran en los oficios religiosos. La Congregación
de Hermanas de Jesús no llegó a materializarse y en el año 1821 eran
seis Hermanas de la Caridad, que desde principios de la centuria iniciaron
su trabajo en los distintos establecimientos benéficos, las que se ocupaban
de las ancianas. Había también capellán, mayordomo, demandadero,
portero, médico y cirujano. Dado que el número de asiladas en estos
momentos era de trece, debían estar muy bien atendidas.
En 1848, al final de la etapa estudiada, las personas asistidas eran ya
ciento nueve y el personal del hospital se componía de un director, un
comisario de entradas, un capellán, dos profesores de medicina que se
alternaban por meses, dos practicantes, veinte Hermanas de la Caridad,
un mozo de cocina, tres lavanderas, dos demandantes y el encargado de
la noria.
El Hospital de Incurables pasaba por la misma escasez de recursos
que el resto de los establecimientos similares de Madrid, con el agravante
de no contar con ninguna renta fija. Con frecuencia la Junta de Tutoras
solicitaba ayuda para arreglos o mejoras en los sucesivos domicilios, o
para cubrir necesidades vitales, pero no siempre recibían la respuesta
deseada. Por ejemplo en 1818 la Junta pidió al Rey «leña para las coladas»,
pero no se la dieron. En 1824 pedían al Ayuntamiento que les
fueran concedidos cuatro maravedíes por entrada en los teatros para reparaciones
del edificio de la calle de Amaniel; la respuesta fue también
negativa, «por estar las entradas ya muy gravadas...», y en 1826 volvieron
a pedir al mismo estamento ayuda económica para resolver una gravísima
necesidad. Esta vez consiguieron la franquicia de puertas en productos
de consumo que suponían alrededor de 7.000 reales al año.
El Hospital de Incurables pasó a depender de la Junta Municipal de
Beneficencia durante la segunda etapa de mandato liberal, según lo ordenado
por la Ley General de Beneficencia de 1822. En la primera etapa
de vigencia de esta ley (1822-1823) no se incluyó al Hospital de Incurables
entre los centros públicos de beneficencia —como se hizo con el Hospital
General, Inclusa, Hospicio, etc.—, quizás porque en éste se atendía a pocas
ancianas y no recibía subvenciones fijas de la Corona.
A partir de 1836 el número de enfermas fue aumentando progresivamente
de forma paralela a la disminución de los ingresos fijos, sobre todo.
de limosnas, como consecuencia del cambio en la mentalidad de la sociedad
con respecto a la ayuda a los necesitados, que esta época se
pretendía fuera asumida por el Estado.
En 1848 los ingresos procedían en su mayor cuantía de las estancias
de las enfermas de pago —50.000 reales—. Por consignaciones del Estado
recibían 24.000 reales, de limosnas y legados 10.000. Rentas de
inmuebles —dos tiendas— y venta de diversos efectos (ropa vieja de las
fallecidas, medicinas sobrantes) sumaban 7.904 reales. En total 89.965
reales.
El gasto era de 246.628 reales. La partida mayor correspondía a las
estancias de enfermas y asiladas —ciento nueve en total—; otros gastos
eran el pago de salarios y la comida del personal que superaba los 62.000
reales. La reparación y conservación del edificio, muebles, ropa y el gasto
de la iglesia completaban el total. El grave déficit era pagado por la Junta
Municipal de Beneficencia.
A mediados del siglo fallecían en el hospital unas cuarenta mujeres al
año; este número tan alto de defunciones se justifica porque la población
asistida estaba compuesta de personas mayores y enfermas terminales,
que no salían del establecimiento más que muertas.
El Hospital de Incurables cumplía una función útil aunque insuficiente,
dado que solamente podían atender a un número muy limitado de enfermas.
Del mismo modo que los demás centros públicos de beneficencia,
fue bajando su calidad de vida al tiempo que aumentaba el número de
acogidas y se limitaban sus rentas, sobre todo a partir de que los liberales
lo consideraron por fin centro público de beneficencia en 1836.
Los ancianos enfermos no tuvieron en Madrid un establecimiento de
similares características hasta 1852, en que se fundó el Hospital de Nuestra
Señora del Carmen, de la calle de Atocha, en el edificio antes ocupado
por la Casa de Reclusión para Mujeres de San Nicolás de Bari.
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