Es en el número tres y no diez –como indican en la serie- de la calle de Antonio Grilo donde encontramos uno de los puntos más negros de la capital. Un lugar señalado por lo triste y trágico de los sucesos que ocurrieron tanto en su edificio más conocido como a pie de calle.
Contexto histórico y geográfico.
Una calle en principio conocida como de las Beatas por estar allí históricamente emplazado el que fuera el convento de Santa Catalina de Sena[1], actualmente Plaza de los Mostenses. El cambio de nombre se produjo a finales del siglo XIX cuando decidieron dedicar esta angosta calle -perpendicular a la de San Bernardo y a pocos metros de Gran Vía y Plaza de España- a la memoria del poeta y periodista cordobés Antonio Fernández Grilo, nacido en 1845 y conocido, entre otras cosas, por escribir una Oda al mar sin haberlo conocido nunca.
En esta misma época de la calle de las Beatas, haciendo esquina con San Bernardo, existió también y desde la Edad Media el Hospital de Convalecientes. Un hospital, primero de su género en toda España, regentado por sacerdotes de la hermandad de Santa Ana que se dedicaron a recoger a todos aquellos pacientes de hospitales y cárceles que, aunque ya tratados de la enfermedad y heridas que les aquejaran, aún necesitaban reposo y cuidados.
Sin embargo, lo que parecía un lugar de paz y recogimiento, de oración y ayuda al necesitado se fue tornando oscuro con el paso de los siglos y sin explicación alguna ante tanta casualidad macabra, puesto que a pesar de ser una de las calles más cortas de Madrid se trata también de uno de los lugares donde se han concentrado más crímenes a lo largo de los años.
Los crímenes de la calle de Antonio Grilo
Fue en 1776 cuando se inició el trágico historial de este lugar. Un día de verano de aquel año apareció de la nada el cuerpo de un hombre apuñalado cubierto de sangre. Reconocieron en él a Diego, un hortelano vecino de la zona con fama de honrado y padre de dos hijos pequeños que dejaba una viuda embarazada.
El cuerpo había dejado rastros de sangre que iban desde su cadáver tirado en plena calle de las Beatas hasta la parroquia de San Sebastián. ¿Por qué las pistas llevaron a esta iglesia? Hay que recordar que en aquel entonces cualquier persona perseguida por la justicia podía buscar asilo acogiéndose “a sagrado”.
El alcalde mayor tuvo por lo tanto que pedir permisos para interrogar a quien fuera que estaba allí escondido y de esta forma acabaron descubriendo que el asesino de aquel hombre había sido el cura de San Martín de Tours, quien se había prendado de Manuela, la joven costurera que le remendaba las sotanas y que vivía, precisamente, en nuestra famosa calle. Al parecer, la víctima había acabado harta de las serenatas que el sacerdote le dedicaba y había osado días antes del homicidio recriminar en público al enamorado, quien se tomó la justicia divina por su propia mano.
Haciendo un rápido recorrido por el tiempo, la zona parece atraer la desgracia desde antaño: en 1910 un vecino de esta calle, en un acceso de locura o depresión, se tiró por la ventana de un quinto piso muriendo en el acto. En 1911 dos niños, de diez y seis años, fueron atacados por un hombre que empleó un pañuelo con cloroformo para robarles la ropa. En 1913 un niño que iba montado en burro fue arrollado por un carro. En 1915 paseaba una pareja por Antonio Grilo cuando se toparon con un individuo que, sin mediar palabra y sin motivo aparente, se acercó al hombre y le degolló de un navajazo. En 1927 otro niño era atropellado también, esta vez por un coche. En 1958 paseó por allí uno de los más célebres asesinos que ha tenido este país. Jarabo, quien fuera el último ajusticiado por garrote vil en la capital, fue visto en el bar Nápoli –esquina con San Bernardo- tomando una cerveza con coñac la misma noche que cometió su famoso asesinato.
Aunque hubo más casos en los que no nos detendremos para no ahondar más de la cuenta en lo morboso, sí nos fijaremos en el número tres de la calle de Antonio Grilo. En un viejo edificio de más de ciento treinta años y apenas tres plantas sin ascensor que casi se ha convertido en personaje secundario de este capítulo debido a todos aquellos que fallecieron siniestramente en su interior.
Se cuentan hasta ocho asesinatos desde hace poco más de setenta años a nuestros días, aunque los más conocidos y los que más páginas y portadas de crónica negra han llenado son los relacionados con el camisero hallado muerto en su cama, la familia asesinada por el propio padre y la madre que se deshizo de su hijo recién nacido.
El primero de ellos fue el ocho de mayo de 1945, el día en que se descubrió el cuerpo de Felipe de la Braña Marcos, un camisero de cuarenta y ocho años que vivía en el primer piso y al cual hallaron muerto en su cama con la cabeza ensangrentada apoyada sobre la pared, presentando signos de descomposición. Al parecer habían golpeado su cabeza con un objeto contundente, probablemente un martillo, una porra o un candelabro, barajándose el robo como uno de los móviles del asesinato. Aunque los cajones y muebles de la casa se hallaron desordenados y todo apuntaba a un robo, se llegó también a comentar como motivo del asesinato una posible pelea de enamorados entre la víctima y su novio. En una de las manos del fallecido encontraron sujeto un mechón de pelo que Felipe debió arrancar a su agresor en pleno forcejeo. En cualquier caso, el crimen nunca fue resuelto puesto que las técnicas de identificación de ADN no permitían llegar más lejos en ese momento.
Casi dos décadas después, fue un parricidio cometido en la tercera planta el que consternó en mayo de 1962 a todos los españoles. Y no era para menos, ya que José María Ruiz Martínez, granadino de cuarenta y dos años, sastre de profesión y, como curiosamente suele suceder en estos casos, hombre de conducta intachable y de buena educación según sus vecinos, se levantaba un buen día antes de las ocho de la mañana y mataba sin venir a cuento a su mujer Dolores y a sus cinco hijos a tiros, martillazos y cuchilladas. No contento con la proeza y siempre bajo enajenación mental[4], fue mostrando por el balcón a sus hijos mutilados a un público que se había ido congregando horrorizado ante los gritos que se escuchaban desde la calle.
Aquí llegamos a distintas versiones de los hechos: unos aseguran que Ruíz Martínez gritaba a la gente que los había matado a todos “para no matar a otros canallas”, otros que aseguraba quererlos mucho pero “le habían dicho que tenía que matarlos”. Finalmente pedía que acudiese un sacerdote carmelita para recibir la extremaunción “ya que todos los de su familia descansaban felices”.
El padre Celestino, del Templo Nacional de Santa Teresa, fue llevado hasta el lugar y entabló conversación por teléfono y desde el balcón del edificio de enfrente para convencerle de entregarse a la policía. El religioso se negó a darle los santos sacramentos porque el asesino pretendía suicidarse después. No pudo hacerse nada, el asesino se pegaba finalmente un tiro con su propia pistola.
El último de estos tres casos sucedió en 1964. Pilar Agustín Jimeno, de veinte años, dio a luz sin estar casada y para ocultar lo que la sociedad de entonces consideraba una deshonra –ser madre soltera-, ahogó a su hijo recién nacido, ocultándolo después en el cajón de una cómoda. De nuevo hay varias versiones: no se sabe si fue la pareja o la hermana de Pilar quien descubrió días después el cuerpo del bebé envuelto entre telas en el fondo del cajón.
Pilar no sería la única mujer que en la calle de Antonio Grilo necesitase deshacerse de sus hijos. En unas cuevas abandonadas que existen o existían bajo el número nueve aparecieron acumulados los restos de gran cantidad de fetos humanos, debido al parecer a que en la España de posguerra se utilizó el lugar para practicar abortos clandestinos.
Hoy esta calle no parece ser la puerta al infierno que os hemos descrito y los vecinos que habitan el número tres aseguran vivir con total tranquilidad. Si decidís pasear por ella encontraréis tiendas y pequeños negocios, además de un huerto vecinal y una librería. Nada que recuerde su negra historia.
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