Llueve. Cada gota golpea el suelo con un incesante martilleo. El viento sopla con fuerza por entre los árboles, creando penetrantes silbidos cuando corre por entre las hojas. La calle esta desierta. No se oye ni un sonido. Es como si el tiempo se hubiese detenido, demasiado cobarde para luchar contra la oscuridad de la noche. De pronto, una figura aparece recortada bajo la luz de la luna. Camina deprisa, embozado en una capa para protegerse del lacerante frío. Sus dientes castañean y con cada pisada siente que sus pies son presa de fuertes punzadas. Mira al suelo, como si toda su atención la tuviesen los adoquines de la calle. La lluvia y el viento siguen arreciando con fuerza, calando el sombrero, la capa y hasta los huesos de nuestro caminante. Los elementos actúan como movidos por una fuerza que no es de este mundo. Crujen las ramas, el viento hace mover violentamente las contraventanas de las casas cercanas, y el pálido resplandor de la luna baña con su blanquecina luz la calle y, más al fondo, la mina del Jardín de los Peralta, sellada tiempo atrás. El hombre aprieta el paso conforme se acerca a la entrada de la mina, como presintiendo algo que está a punto de ocurrir. Hay algo en la atmósfera que le hace sentir escalofríos. Un desgarrador aullido, surgido de lo más profundo del alma humana, corta el aire con su espeluznante sonido. Pronto se transforma en quejidos lastimeros que el viento transporta a través de los árboles. La sangre se le cuaja al hombre en las venas. Por un momento, el miedo le paraliza, incapaz de dar un paso más. La fugaz idea de volver sobre sus pasos le pasa por la cabeza, pero la deshecha rápidamente. Los lamentos se acentúan cada vez más, pero esta vez acompañados por ruidos metálicos, de picos y hachas, como si alguien estuviese cavando en busca de un tesoro oculto. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, el hombre consigue dar un paso y comienza a alejarse del lugar, mientras los lamentos, gritos y súplicas inundan la noche.
Así comienza, aunque no de modo tan dramático, la leyenda de la calle de la Cueva.
La Calle del Marqués de Leganés se encuentra entre la calle de Libreros y la calle de San Bernardo.
En la Planimetría General figura como calle de los Aguadores. Se llamó primero calle de la Cueva.
Según la tradición, el nombre lo debía a una cueva que pertenecía a la Justa. Puede ser que la cueva fuera confundida con el pozo que pertenecía a una mujer llamada Justa. Otra versión cuenta que debajo del jardín de Alonso de Peralta había una mina, donde se oían gritos lastimosos por las noches, hasta el punto de infundir miedo a los que se acercaban allí.
Como se supusieron que eran los lamentos de algún alma en pena, se mandaron decir unas misas en el cercano convento de San Bernardo. Entonces doña Munia Ximénez, que acababa de fallecer, se apareció a uno de los frailes y le reveló que era su hija pequeña la que estaba en el fondo de la mina.
La niña era hija a su vez de don Gonzalo de Pico, Comendador de la Orden de Alcántara, quien había sido asesinado unos meses atrás, cerca del portillo de Santo Domingo y de quien se decía que tenía oculto un tesoro en la mina.
Por este motivo, un pariente suyo bajó en secreto a buscar el citado tesoro acompañado de la hija del comendador, que sabía el paradero del mismo, pero a la salida se hundió parte de la mina y sepultó a la niña.
Gracias a las revelaciones de su madre se pudo encontrar su cadáver, siendo enterrada junto a sus padres.
En 1894 recibió el nombre de Marqués de Leganés, por el cercano palacio de Altamira, propiedad del marqués de Leganés y conde de Altamira.
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