viernes, 29 de noviembre de 2013

Leyenda de El perro Paco

El perro Paco es un perro callejero de color negro que ocupó un lugar en la historia madrileña siendo objeto de numerosas crónicas periodísticas siendo su apogeo popular entre los años 1881 y 1882.
El perro Paco fue objeto del costumbrismo madrileño del último cuarto del siglo XIX. 


Se trata de un perro que nunca tuvo dueño y asistía a teatros, a restaurantes de moda, se colaba en los más famosos café de tertulia madrileños. Acompañaba a las gentes que le obsequiaban, y según se narraba por aquel entonces, se recogía en las cocheras que había en la calle de Fuencarral (otros autores mencionan que pasaba la noche en el Café Fornos ). 


Las crónicas le hicieron muy popular en la época, y era respetado por gente de la clase alta, por la policía, los propietarios de locales, etc. Tras su muerte continuaron las crónicas periodísticas y su popularidad. El perro Paco frecuentaba los cafés madrileños de la Puerta del Sol y de la Calle de Alcalá a finales del siglo XIX. 


En un día del mes de octubre se coló en el Café Fornos buscando algún pedazo de pan. Se acercó al Marqués de Bogaraya que le regaló con un pedazo de hueso, las gracias del perro hicieron que le pusiese el nombre de Paco debido a que el Marqués se encontraba celebrando la festividad de Francisco de Asís. El Marqués acudía diariamente a comer al Fornos y esto hizo que se convirtiera en una costumbre visitarlo. Prontó el perro Paco pasó también a la hora de la cena. Y cuando no conseguía nada, cruzaba la calle de Alcalá para ir al Café Suizo. Esta actitud atrajo la simpatía de los habituales a los cafés de tertulia de la época, y pronto trascendió a la prensa madrileña. La prensa le halagaba tanto que llegaron a componerse canciones en su honor. 


Pronto el acceso le era permitido en muchos locales, incluso en aquellos en los que la entrada estaba prohibida para perros. No había portero o personal de vigilancia que le negara la entrada por miedo a "la mala prensa". Paco era un compañero de los carruajes de paseo de los toreros famosos de la época. Lo que más le gustaba a Paco eran los toros. En aquel entonces, la Plaza de Toros de Madrid estaba en el lugar en que hoy se alza el Palacio de los Deportes, Avenida de Felipe II entonces llamada Avenida de la Plaza de Toros. Los días de lidia, los madrileños subían a los toros calle Alcalá arriba. Y Paco subía como uno más. Solía ocupar su localidad en el tendido 9 y asistía al espectáculo de la cruz a la raya.


 Al terminar las faenas, muerto el toro, gustaba de saltar a la arena y hacer unas cabriolas, para regresar a su localidad con los clarines que anunciaban el siguiente toro. A la gente eso le gustaba. Salvo a los puristas. Mariano de Cavia, por ejemplo, escribió crónicas poniendo al perro a partir por esos espectáculos, que consideraba indecorosos con la lidia. De hecho, podría decirse que fue la excesiva afición a los toros la que le costó la vida al pobre Paco. 


La tarde del 21 de junio de 1882, un novillero lidiaba, malamente, a uno de los toros que le había tocado en suerte. En el momento de la suerte suprema, nadie sabe por qué (habría que saber de sicología perruna), Paco saltó a la arena. Comenzó a hacer cabriolas, como reprochándole al lidiador su escasa pericia. Éste, temiendo tropezarse con el can, y para sacárselo de encima, le dio un estoconazo. Fue el acabose. A duras penas sobrevivió el lidiador a las iras del pueblo de Madrid, que quería lincharlo. ¡Había herido a Paco! Finalmente, el empresario teatral Felipe Ducazcal, hombre muy querido en Madrid, consiguió apaciguar a las masas, y llevarse a Paco para que lo cuidasen. Mas nuestro can nunca se recuperó y murió poco después. 


Tras una etapa sin pena ni gloria disecado en una taberna de Madrid, fue enterrado en el Retiro. Como nunca llegó a reunirse dinero para hacerle una estatua, no sabemos bien ni cómo era, ni dónde está enterrado. Pero Paco es, desde luego, un extraño, conmovedor caso de sicología colectiva. Todo un pueblo, el de Madrid, se aplicó a quererlo, a alimentarlo, a respetarlo. Lo que empezó como una diversión terminó siendo un fenómeno de masas, pues incluso hubo avispados comerciantes que lanzaron productos «Perro Paco».



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martes, 26 de noviembre de 2013

Leyenda de la calle del Rollo


Esta calle del Rollo tiene varias historias con referencia a su nombre. Toma tal nombre por haber existido allí un gran hito o "rollo" como límite jurisdiccional de la ciudad, éste era de piedra labrada con una inscripción que hacía referencia a Madrid primero Villa y luego Corte. 



Anteriormente, esta calle era denominada de los Arcos, pues a su entrada se encontraban unos arcos que fueron derribados por su amenaza de ruina. Según voces populares, el nombre de la calle se debe a su forma tortuosa y retorcida, por otro lado dicen que el nombre de la calle también está relacionada con el hallazgo macabro en la zona de un niño muerto envuelto en un rollo de estera.



En algunos mapas de la ciudad, como el de Texeira, la primera parte de esta calle se denomina "de la Parra" por encontrarse en ella una de grandes dimensiones. 




En relación a la parra existe una leyenda que nos refiere como don Juan López de Hoyos, catedrático del Estudio de la Villa que más tarde veremos, tenía interés por conocer al discípulo que con frecuencia saltaba las tapias y robaba las uvas de la parra. 



Se supone, según la misma leyenda, que el ladrón de las uvas era don Miguel de Cervantes Saavedra, cuentan que le despidió de la clase por el asalto a las tapias y el robo de las uvas; pero un regidor que le daba dos reales para los estudios, intercedió por él y López de Hoyos, que apreciaba el gran ingenio del muchacho, no tuvo dificultad en recibirlo de nuevo en las clases.



Se cuenta también que en la esquina de esta calle estaba la conocida Casa de los Gatos, habitada por dos hermanas solteronas y pobres que tenían muchisimos felinos. La leyenda sobre ella termina de una forma cruenta con el descubrimiento de los vecinos del asesinato de las hermanas, que murieron por las heridas producidas por las garras de los gatos.



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sábado, 23 de noviembre de 2013

Por qué a los madrileños se les llama “GATOS”

Se les llama “gatos” al que al menos sus dos padres han nacido en Madrid. 


En 1083 , siglos antes de que los reinos de España se unificaran en un solo país, Alfonso VI, Rey de Castilla, un gran guerrero que encabezó la Reconquista, planeaba liberar Toledo del dominio musulmán. En aquel tiempo, Toledo era la ciudad más importante de la Península. Pero sólo a 60 kilómetros existía Mayrit, una fortaleza militar musulmana de vital importancia estratégica y táctica.


Alfonso VI consideró que sería un error conquistar Toledo y dejar una fortaleza morisca en su retaguardia. Por ello, llevó sus tropas hasta la fortificación amurallada de Mayrit, la sitió y se preparó para la batalla. Pero, rápidamente se dio cuenta de que tomar la ciudad sería una tarea más dificultosa de lo que esperaba inicialmente.


El Rey retirado en su tienda de campaña reflexionaba sobre los planes para su próxima batalla. En ese momento, los guardianes le presentaron a un muchacho al que llamaban “gato” por su agilidad y destreza para escalar muros que otros no podían.


Al día siguiente, el joven escaló un alto muro con una soga. Usando una daga comenzó a perforar pequeños agujeros entre los ladrillos del mismo y, trepando como un felino, consiguió acercarse sigilosamente hasta una torre de vigilancia. Detrás de él fueron los soldados, quienes silenciaron a los guardias y después lanzaron un ataque sorpresa.


La leyenda cuenta que gracias al intrépido y ágil Gato se pudo ganar la batalla y se conquistó Madrid. Gato se convertiría en un héroe nacional tan famoso que con el paso del tiempo el término “gato” identificó, primero, a cualquier persona valiente de Madrid, y finalmente su significado se extendió para abarcar a cualquiera que hubiera nacido en la ciudad.


Años más tarde, el chico cambió su nombre de familia por el de “Gato” que se convirtió en uno de los apelativos más conocidos de la ciudad, junto con otros ilustres linajes como los Escarabajos y los Muertos. Durante muchos siglos, los descendientes de la familia Gato incluyeron una daga y un muro en su escudo de armas, en homenaje al “Gato” original.

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miércoles, 20 de noviembre de 2013

Leyenda de la calle del Pez


La calle del Pez es una calle de Madrid (España), ubicada en el barrio de Universidad. Baja desde la Corredera Baja de San Pablo hasta la calle San Bernardo. Es perpendicular, además, a la calle de la Madera. Ante ella, se levanta el convento de San Antonio de los Alemanes, en él cada día cientos de personas hacen cola para recibir de la caridad una ración de comida. En sus treinta y tres portales, vive gente de todas las etnias y religiones.


La denominación de Pez data al menos del siglo XVII (así aparece en el plano de Texeira y en otros primos suyos) y la leyenda que da origen a la nomenclatura de la calle es una de las más naif de nuestro callejero. 


En el siglo XVIII vivía en Madrid un sacerdote de nombre D. Diego Enríquez, el cual poseía una gran extensión de terreno, con su casa, sus jardines y su fuente, que se llamaba la fuente del cura, precisamente por ser de Don diego. Estas propiedades de Enríquez estaban entre las calles Pozas y San Bernardo. 


Un día, la madrina de este sacerdote, de nombre Juana de Mendoza, un poco mayor ella, se encontraba paseando por los jardines. La desgracia quiso que los criados de Enríquez se encontraran a Juana muerta y con su cuerpo recostado en la fuente. 


 Felipe II llegó más tarde a Madrid, donde se instaló como monarca. Esto coincidió con la iniciativa del sacerdote de dividir su finca en dos, una de las cuales fue a manos de Felipe II, y la otra la adquirío un tal Juan Coronel. 


 En la parte de Coronel había un lago repleto de peces de todos los colores, con los que jugaba Blanca, la hija de Juan. El problema vino cuando los albañiles, que estaban construyendo la casa de Juan, cogían agua del estanque, por lo que no tardó mucho tiempo en ponerse sucia; ante esto, los peces fueron muriendo y sólo quedo uno, al que Blanca cuidó con todo su cariño.


 Una vez finalizada la obra, Blanca y su padre limpiaron el estanque para meter al pez dentro, pero la desgracia quiso que el pez muriera. Años más tarde, el padre grabó un pez de piedra en la entrada de la casa, con una inscripción que decía “Casa del Pez”. Este símbolo se respetó en las edificaciones posteriores y la calle pasó a llamarse calle del pez, en honor a tal suceso.


Existen en la calle del Pez algunos inmuebles más nobles que otros. Nada más entrar por San Bernardo encontramos el Palacio de los Bauer, caserón del siglo XVII en cuyo interior en tiempos se celebraron sonadas fiestas y que en la actualidad es la Escuela Superior de Canto. 


En sus muros se apoya la estudiante más guapa del barrio, una chica en piedra que recuerda los tiempos en los que la calle del Pez era terreno de estudiantes de la cercana universidad y las librerías – como la hoy desaparecida La Cervantina – poblaban los locales comerciales de la zona. 



Los otros palacetes de la calle son el Palacio del Duque de Baena, en la esquina con la calle Pozas, y el de Bornos, haciendo esquina con la calle de la Madera, una bella muestra de arquitectura isabelina que estuvo a punto de ser derruido y que se salvó en los ochenta merced de una rehabilitación que lo convirtó en viviendas. 


Mención especial merecen los muros del convento de San Plácido, con comercios inusualmente incrustados en él. Aunque el actual convento es una reconstrucción de 1912 con el sencillo estilo castellano del XVII, este convento fue el centro de la vida y la leyenda del Madrid de su tiempo, con historias de correrías reales y posesiones infernales que contaremos próximamente.


“Lo que se pudo comprobar por quien quisiera hacerlo fue lo de la calle Pez: en efecto, había un socavón que atravesaba la calle en línea quebrada, de sur a norte; en un principio, al parecer, salían de la grieta (de la sima según los primeros testigos, desconocidos) gases sulfurosos, por lo que todo el mundo pensó, y con razón, que en el fondo de la grieta empezaba el infierno…” El párrafo que antecede pertenece a la Crónica del rey pasmado, en la que Torrente Ballester recoge de alguna manera el pasado canallesco del barrio en tiempos de un innombrado Felipe IV, una divertida novelilla picaresca en la que putas y clérigos, nobleza y canalla, se mezcan al caer la noche. 


Más o menos como ahora. Pero no es esta la única ocasión en la que la calle ha servido de escenario para historias fabuladas, así fue para la antología de cuentos de 2004 Cuentos de la calle Pez, cuando el videoclip de Manu Chao Me llaman calle en el mítico Palentino que antes inmortalizaran Siniestro Total en una canción, o cuando se usó para el rodaje de una parte de Abre los ojos, de Alejandro Amenabar. 


La calle Pez es un buen sitio sin duda para imaginar historias, como las que continuamente suceden en el Teatro Alfil, como las que sin duda hacían las delicias de las gentes del barrio en aquel primigeno cinematógrafo de Pez esquina con San Bernardo – el Coliseo Ena Victoria – a principios del siglo XX. El cine ardió y el incendio sirvió de acicate para que se diseñaran normas que vigilaran aquellas proyecciones que hasta entonces se hacían “de aquella manera”.


En Pez se libra una pelea constante entre la zona emergente que es y el barrio con manchas al que pertenece. Pez es lugar de tascas y bares con pose, camino obligatorio para sibaritas de la moda y de los amantes de la santería, lugar de reunión de modernos con gafas de pasta y de habituales de los albergues de los alrededores , es Triball (o casi) y es el nuevo Patio Maravillas, lienzo de pintadas que ensucian y de noble arte urbano. En definitiva, el contraste es su sino.


Julia, la estudiante más famosa de Malasaña


La presencia de esta muchacha está basada en una leyenda que se extendió mucho, fruto del boca a boca, en el Madrid de mediados del Siglo XIX. 


Cuando el acceso a las aulas de la universidad sólo estaba permitido para los hombres, se cuenta que una chica, de nombre Julia, acudía a las clases de la Universidad Central, ubicada en San Bernardo, disfrazada de chico. En 2003, el autor de la obra, Antonio Santin, se inspiró en esta historia de lucha y superación para su obra callejera que tituló “Tras Julia” y que habita al final de la Calle del Pez, reclinada sobre el Palacio Bauer. Pronto la gente del barrio se encariño de su nueva vecina, algunos más que otros, como demuestra que en sus pechos se vean matices dorados, ya que al haber sido tocados en exceso, han perdido su color original…


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domingo, 17 de noviembre de 2013

Leyenda de la Cuesta de los Ciegos


La Cuesta de los Ciegos, es un desnivel que hay desde la Calle de Segovia, cruzando la calle Beatriz Galindo hasta llegar a la calle de Morería cerca de Las Vistillas, que esconde una bonita leyenda, protagonizada por San Francisco de Asís y originaria del Siglo XIII.


Esta leyenda nos lleva hasta la Edad Media, cuando vivía un honrado Ermitaño: San Francisco de Asís. 


En el año 1214, después de recorrer el Camino de Santiago, Francisco de Asís vino a Madrid y se instaló en la zona de las Vistillas, en una de las mejores vistas de Madrid y en la que se podía contemplar un hermoso bosque de madroños. 


Allí construyó una humilde cabaña, en el mismo lugar en el que hoy se levanta el templo de San Francisco de Asís, en el barrio de La Latina, siendo uno de los referentes del Madrid de los Austrias.


 San Francisco de Asís acudía cada día a San Isidro, en la parroquia de San Andrés. Era un ermitaño que daba toda su ayuda y no pedía nada a cambio, lo hacía por pura bondad y de manera desinteresada. En una ocasión fue a visitar al prior de convento de San Martín, al que le llevó una cesta de pescado, recibiendo un frasco de aceite como regalo. De regreso a su humilde morada, mientras subía la cuesta que hacia su cabaña, se topó con un grupo de ciegos que habitaban en el bosque. 


El ermitaño se untó los dedos en el aceite que le había dado el prior y frotó con ellos los ojos de los ciegos, que inmediatamente comenzaron a ver (hay quien dice que no eran ciegos, sino que lo simulaban para dar lástima al santo). 


La actual cuesta de los ciegos tomó nombre gracias al milagro que había hecho el Santo. 
Desde entonces, la leyenda une la Cuesta de los Ciegos con San Francisco de Asís, con San Francisco el Grande. 


 Otra teoría basa el origen del nombre en que en esta cuesta siempre se aposentaban ciegos, mendigos y pícaros en busca de una limosna. Mesonero Romanos se refería a este lugar en sus “Obras Jocosas y Satíricas de El Curioso Parlante” como “…que es llamada la Cuesta de los Ciegos, aunque más de cuatro han visto en ella lo que no querían; y supuesto que a ella hemos llegado, y supuesto también que a la ocasión la pintan calva, vuesa merced, señor castellano, se servirá darme todo aquello que en su cinto le huela a moneda…”. 


Por su parte y en este mismo sentido, en el S. XVII, Francisco de Quevedo hacía alusión a la Cuesta de los Ciegos en su Guía de los Hijos de Madrid “La Sanidad y la Moda”, como “…paraje donde reside el engaño”. 


Al principio de la cuesta, junto a la Calle de Segovia, se encuentra una pequeña plaza con una fuente en medio. 
En dicha fuente podemos apreciar el que es probablemente el único escudo de la ciudad con corona republicana, y que muestra, orgulloso, su fecha de creación (1932). Por fortuna, ha pasado inadvertido durante los cuarenta años de franquismo, hecho que le ha permitido llegar hasta nuestros días en su ubicación original. 


 En la actualidad es una escalinata zigzagueante de 254 escalones, pero no siempre fue así. 


Hasta principios de siglo, era una peligrosa y abrupta ladera en la que los niños y jóvenes solían entretenerse deslizándose por la misma como si de un tobogán gigante se tratara. 


Por tal costumbre se la conoció también como “Cuesta de Arrastraculos”. Desde la parte superior, en pleno centro de las Vistillas, podemos apreciar una maravillosa vista de la Catedral.


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